Monday, November 28, 2005

Todo es cuestión de educación


Primeros meses del año de 1939 en Alicante, uno de los puertos marítimos todavía republicanos, en la costa mediterránea de una España dividida. Ya nada ni nadie detendría a Franco y a los fascistas. Era sólo cuestión de tiempo su victoria total. Previendo la irremediable derrota y sus nefastas consecuencias, mi abuelo, capitán del ejército leal a la República, hastiado por la torpeza estratégica de los mandos superiores, dolido ante la desorganización e ineficacia evidente del gobierno republicano, y desesperado por la indisciplina incorregible de los milicianos, abandonó su posición de enlace con el gobierno provincial de Valencia, y con mi abuela y mi madre, entonces adolescente, se embarcó en un buque inglés con rumbo a la Habana, a donde llegaron mes y medio después, para reembarcar casi inmediatamente con destino a Veracruz. El gobierno del general Lázaro Cárdenas generosamente les facilitó los trámites para regularizar su situación migratoria como naturalizados mexicanos, y para internarse en México. Finalmente quedaron establecidos en la ciudad de Puebla, al amparo y cobijo de la comunidad española de la localidad.

Al paso de los años, y producto de su trabajo tesonero y disciplina castrense, mi abuelo se hizo de un patrimonio respetable en el comercio al por mayor de abarrotes y forrajes; casó a su hija con mi padre, a la sazón empleado suyo, y se alegró con el nacimiento de sus dos nietas: mi hermana Pilar y yo. Antes de morir entregó formalmente todos sus bienes a mi padre, para que los administrara en beneficio de nosotras.

Nuestra educación familiar y religiosa, toda a la usanza española, corrió enteramente por cuenta de mi madre mientras asistíamos a las escuelas primaria, secundaria y preparatoria. Vaya, hasta conservamos el acento peninsular al expresarnos en español. De novios y Universidad, por entonces, nada. Durante años, según la costumbre familiar, estuvimos dedicadas a auxiliar a nuestro padre en el negocio. A consecuencia de ello, a Pilar le nació la inquietud de por las tardes estudiar contabilidad en la Universidad de Puebla, concluyó con éxito la carrera, y poco después se casó con un empleado de mi padre, también refugiado español, uno de aquellos niños que huyendo de la guerra civil, llegaron a Morelia acogidos por el gobierno mexicano. Pilar es una excelente cocinera, una madre prolífica, y una esposa comprensiva y cariñosa, dedicada en cuerpo y alma a su familia. Retrato fiel de mi madre.

Debo confesar que en esos años me resultaba tedioso el protocolo que debía cumplir, según los usos españoles de mi madre, para salir en Puebla con un muchacho de mi edad: eran tantas las restricciones y formalidades exigidas por mis padres, que por las tardes habiendo cerrado el negocio, prefería ir al cine, o quedarme en casa a leer libros sobre la historia del arte, o a ensayar pasos de baile flamenco y jotas aragonesas a los que me había aficionado desde niña. Mis padres, a la sazón avanzados en la quinta década de su vida, preocupados por mi pertinaz soltería, propiciaron que aceptara en España la oportunidad de tomar algunos cursos de museografía y danza tradicional. IBERIA me depositó en Madrid, y me instalé en una cómoda pensión cercana a la Plaza Mayor.

Desde las primeras semanas supe que la educación a la usanza española recibida de mi madre, era totalmente ajena a la España de la mitad de los años noventa. Como dicen los jóvenes en México, “nada que ver...” Gratamente sorprendida y entusiasmada, me decidí por la actualización y por la vida: libertad de pensamiento, de creencias, de sentimientos, de creación artística, de emociones, de decisión y de movimiento. Alimenté mi intelecto con cursos dictados por maestros jóvenes, y no por ello menos sabios; asistí a espectáculos de avanzada que mi madre hubiera considerado pecaminosos; puse al día mi escasa información sobre sexualidad; aprendí a convivir tranquilamente con amigos y amigas, a tomar unos tragos, y a salir en las noches; incluso pasé unos días en una playa nudista de Alicante. En resumen, aunque tarde me eduqué a vivir.

Después de dos años en Europa, regresé a Puebla. Me sentía diferente, confiada en mí misma, y ahí tomé de la vida real, el más importante de los cursos en mi educación tardía: el del amor escogido deliberadamente, apasionado, sensual, recíproco, ardiente y espontáneo. Qué ricura! Qué delicia! Y quiero que este último curso de mi educación, dure por el resto de mi existencia...!

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