Wednesday, February 08, 2006

LUJURIOSO Y ADULTERO

En Michoacán corría, para él la década dorada del 1870. Ramón, hijo único de familia minera, adinerada y criolla, aprendió de su padre a ser honesto, trabajador, y sagaz en los negocios. De él recibió en herencia, entre otras propiedades, un mineral serrano rico en pepitas de plata y de oro. De su madre heredó buena crianza, religión, y gusto por la lectura de los clásicos griegos, latinos y españoles. Su padre lo comprometió, según la usanza de entonces, a un enlace ventajoso con una muchacha criolla también, hija de un próspero comerciante radicado en Morelia. Meses antes de contraer nupcias, y como resultado de un asalto en el camino real cerca de Toluca, murieron sus padres antes de que él cumpliera los 29 años. Leal a la palabra dada, pasado el luto obligado, unió en santo matrimonio su vida y hacienda, a la vida y dote de su prometida.

El matrimonio les sentó bien a los dos. La muchacha hizo buenas las virtudes y cualidades que pregonaban sus padres. El de inmediato descubrió en ella una mina inagotable de belleza, ternura, sensualidad natural, comprensión, y habilidad para hermosear y administrar la casa. Se enamoraron profundamente. Pese a su dedicación, el esperado embarazo tardó casi 2 años en presentarse. La expectativa cercana de tener un hijo casi enloquecía de felicidad a los dos, pero algo anormal sucedió en el parto, y pese a los cuidados de la comadrona, ella falleció al dar a luz.

El hombre aquel se sintió morir. Abatido e incapaz de aceptar tan grande pérdida, se prometió a sí mismo no volver a estar en contacto con ninguna otra mujer: en la imaginación se construyó un tabernáculo para por las tardes, recrear ahí los meses felices vividos con su difunta esposa. Se dedicó con desesperado afán a leer libros y al trabajo de diversificar sus negocios, como una forma eficaz para no enloquecer por la ausencia de su amada. La criatura fue entregada primero a la atención y crianza de una nodriza tarasca de pechos generosos. Después, el niño ya crecido, para su cumplida educación asistió a la casa y escuela del señor cura del pueblo. Un poco por el desapego de su padre, y otro poco por la influencia del sacerdote, el muchacho marchó al seminario diocesano y pasados unos años, siendo todavía muy joven, finalmente recibió las órdenes sacerdotales quedando adscrito al arzobispado como canónigo de la catedral.

Años turbulentos del 1910. Estallaba la revolución. El México dorado del porfiriato se escurría de entre las manos a las clases privilegiadas. Desaparecían el respeto a las jerarquías, el orden público y la seguridad jurídica. Impotente para detener los acontecimientos, Ramón vio como el tiro del inagotable mineral de plata y oro, quedaba cegado por las explosiones de la dinamita revolucionaria. Se marchó para Maravatío, población michoacana en los límites con Guanajuato, donde en una casa modesta desde años atrás había estado enterrando bolsas con monedas de oro y de plata. Dejó de leer. La violencia y lo inesperado de los acontecimientos, y el no poder hacer nada por ponerles un remedio, lo sacaron de su tabernáculo de recuerdos para entonces ya borrosos, y lo reinstalaron en la cruda realidad: se encontraba solo, nadie lo acompañaba en la vida, ni siquiera su hijo el canónigo, siempre ocupado en rezar las horas en el coro de la catedral.

1915. Poco a poco renacía la calma en un México que pretendía rehacerse a sí mismo. Ramón aprovechó la circunstancia de que todo hacía falta, e invirtió en el comercio su enterrado capital. Con su acostumbrada sagacidad pronto se encontró a sí mismo convertido en uno de los vecinos importantes de la región. El recuerdo de la difunta esposa se había desvanecido por completo. Necesitaba compañía y afecto. Precisaba de las redondeces, la suavidad y el calor del cuerpo palpitante de una mujer. Al efecto, hacía frecuentes y discretas visitas a la casa de una viuda joven aún, señora de buen ver, cuyo marido había sido asesinado por bandidos. Ramón volvió a vivir!

Al enterarse el canónigo de que su padre tenía una amante, le escribió una carta acusándole de pecador lujurioso, y de adúltero a la fidelidad debida a su madre muerta. Ramón sonrió, se encogió de hombros y con la conciencia tranquila se marchó a casa de la viuda. Días después contestó a su hijo: “Señor canónigo, es usted una catedral de oscurantismo fanático y necedad intelectual. Estoy cierto de que Dios, quien me dotó de libre albedrío y permitió que conociera a esta mujer, que ahora me hace feliz con su sensualidad y su afecto, se regocija conmigo por mi dicha actual. Guarde para usted y cumpla si le parece, las castrantes reglas morales que hace siglos promulgó el Concilio de Trento para beneficio del poder y de las instituciones del Estado. Para su ilustración, me permito recomendarle la lectura de la Biblia, en especial el Libro de los Reyes y el Cantar de los Cantares. Preocúpese por ser veraz, justo, caritativo y misericordioso. Intente ser feliz!”.