Friday, May 12, 2006

ANTIDEPRESIVO NATURAL

La bautizaron con el nombre de María de la Soledad. En casa y fuera de esta, siempre la llamaron Sole. Era la mayor y más agraciada de las 3 hijas que procrearon mis abuelos, queretanos avecindados en Guanajuato. Mi madre fué la hija menor y por cierto la consentida de toda la familia. Entre ella y Sole había una diferencia de 8 años. Don Abundio mi abuelo, pensador liberal y adelantado a su época, ejercía su profesión de abogado dentro del Poder Judicial , con residencia en la capital del Estado. Sin ser un hombre rico, vivía cómodamente, y a todas sus hijas pudo darles escuela hasta donde quiso cada una de ellas. Mi mamá estudió medicina en León, conoció ahí a mi padre y se casó con él al terminar la carrera. Poco después falleció mi abuela.

Sole, ocupada durante algunos años en ayudar en mi crianza, finalmente terminó ingeniería en la Escuela de Minas, y asociada con Don Abundio, entonces ya retirado, estableció un taller mecánico y de fundición, donde reparaban y copiaban las piezas dañadas de la maquinaria extranjera utilizada en las minas guanajuatenses y zacatecanas. Buen negocio para ella y para el abuelo. Al morir éste, siendo la única hija todavía soltera, recibió en herencia la mayor parte de los bienes familiares. Un año después contrajo matrimonio con el tío Peter, vicepresidente comercial en México de una empresa norteamericana fabricante de implementos mineros. Demostrando buen juicio Sole realizó sus bienes, e invirtió el producto en dólares contantes y sonantes, para de inmediato irse a vivir con su marido en Salt Lake City, donde estaban las oficinas corporativas de éste.

Acompañando a mis padres, varias veces estuve de visita en casa de los tíos, siendo objeto de sus mimos y halagos. Por razones que desconozco, nunca tuvieron hijos. Sole ingresó a la universidad estatal de Utha donde recibió con honores el doctorado en administración financiera. Murió el tío Peter de un infarto. A los 38 años, en plenitud de edad y de belleza, Sole quedó viuda, guapa, rica en dólares, generosamente pensionada, y...deprimida. Poco tiempo después regresó a la ciudad de Guanajuato, compró una casa antigua de cantera rosa y techos altos, la reacondicionó, y se instaló en ella. Sin ninguna urgencia económica, sólo por estar ocupada se dedicó a la docencia en la universidad del Estado, y en las escuelas de enseñanza superior localizadas en las ciudades cercanas.

Poco a poco Sole iba saliendo de la depresión y de la tristeza. Un buen día, intempestivamente abrió al sol las ventanas, rehabilitó la fuente del patio, sembró en ella peces de colores, y en los corredores colgó helechos. Sin dejar la docencia, montó con éxito notable un despacho para dar servicios de asesoría administrativa a las empresas turísticas nacionales y extranjeras que, atraídas por el remozamiento de la ciudad, llegaron a ella en busca de negocio. Después arribarían los ejecutivos de las armadoras automotrices norteamericanas establecidas en la cercana ciudad de Silao.

A los 44 años de edad, mi tía Sole, aunque con unos kilos de más distribuidos a lo largo de su cuerpo, conservaba mucho de su figura escultural de años atrás. Con el pelo negro recogido, la cara fresca, los ojos luminosos gris claro, la sonrisa franca, vestida a la moda, y con un andar cadencioso, llamaba la atención en calles y callejones, en los cafés, y en las plazuelas donde cantaban las estudiantinas, o se representaban obras de Ruiz de Alarcón, de Cervantes o de Lope de Vega. Asistente asidua a tertulias y reuniones vespertinas, siempre sola, se retiraba tarde. Esporádicamente hacía viajes a la ciudad de México para revisar con el banco, el manejo de sus cuentas de inversión.

Estando por concluir mi carrera de medicina, una tarde de sábado fui de León a Guanajuato a visitar a la tía Sole, aquejada por un ligero catarro. Llegué a su casa al atardecer, y la encontré achispada, mal cubierta con una bata ligera de encaje rosa y con un vaso de vino blanco español en la mano, balanceándose en una mecedora junto a la fuente. Inquieta le pregunté si de nuevo se sentía deprimida. “No”, respondió con un brillo malicioso en los ojos, y en la cara una sonrisa pícara, “estoy recordando el dichoso día en que los labios expertos, las manos sabias y los muslos vigorosos de mi amante en la ciudad de México, me aplicaron la primera dosis del eficaz antidepresivo que me mantiene feliz y tranquila. Muchas dosis me ha obsequiado, y siento que me moriría de soledad, tristeza y melancolía si dejara de regalármelas”. Agradablemente sorprendida, le sonreí cómplice, al tiempo que la besaba en el pecho, sellando así un compromiso de discreción.